Publicaba hace unos días la psicóloga Beatriz Cazurro una ilustración propia, en la que salía una niña pequeña llevando el timón de un barco y sus padres de pasajeros, diciendo «ya sé que no os gusta que mande tanto pero, ¿os habéis parado a pensar lo insegura que me debo sentir para tener que ser yo quien coja el timón?». Poco hay más poderoso que una metáfora bien hilada, pero añadía con acierto en el texto:
«A veces se nos olvida que si un niño tiene el control de la familia lo más normal es que esté muerto de miedo. El problema es que a veces cogen ese timón con comportamientos que etiquetamos de intensos, indomables, manipuladores… y presionamos para que lo suelten, aunque ellos sientan que si hacen eso el barco se hunde. (…) cuando tienen confianza en que el adulto sabe dirigir el barco, lo sueltan sin pedírselo porque, en realidad, es una carga que nunca quisieron llevar».
Que lo niños necesitan normas y límites —término de moda en todo tipo de contextos, por otro lado— es una realidad poco discutida. Pero la palabra «autoridad» genera ya cierto disgusto e invita a fruncir el ceño, quizá por las asociaciones inconscientes e indirectas que arrastra consigo el concepto, o bien quizá porque se la entiende como la «antigua autoridad», desconociendo que existen otras formas de ejercerla.
Pero vivir sin autoridad es complejo. Podría discutirse sobre si en el mundo adulto hay autoridades legítimas y no legítimas, o si todas las autoridades legítimas son funcionales o no lo son, pero en el caso de parentalidad no hay mucho debate. Porque la autoridad parental, lejos de ser una práctica autoritaria —y aquí es donde la semántica confunde— ayuda a saber lo que el crío debe y no debe hacer —para cumplirlo o para no hacerlo— sabiendo que cada decisión tendrá sus respectivas consecuencias y explicaciones.
Porque la autoridad no es simplemente el derecho reñir, ni mucho menos a generar miedo; no es corregir cada conducta infantil para que se adapte al mundo adulto, haciéndolo cómodo. Tampoco es exigir una adaptación desnaturalizada, prohibiendo y fiscalizando todo aquello que les pertenece. Es todo lo contrario: es conectar con las necesidades de los niños y, desde ahí, aportar la seguridad fundamental; dotar del derecho que tiene el niño a que alguien le enseñe a comer, a colaborar, a defenderse y a respetar a los demás; a comportarse sintonizándose desde-él para que aprenda sobre el mundo que hay fuera-de-él.
Vivir dentro de un entorno en el que no se explica qué se espera de uno produce incertidumbre, la generadora de ansiedad incapacitante casi por defecto. En el caso de los niños y de los adolescentes, vivir en un contexto sin autoridad es exponerlos a la ansiedad de que no haya nadie al mando y, como decía Beatriz Cazurro, obligarles a tomar a ellos un timón que no están preparados para sujetar, ejerciendo una autoridad disfuncional. Su ausencia los obliga muchas veces a estirar su repertorio de acción en busca de esos límites difusos o inexistentes, para provocar algún impacto en los otros y así obtener la información que necesitan, de la manera que sea y cuando sea.
En esta línea, Violet Oaklander, en «Ventanas a nuestros niños» (p. 58), escribe:
«Lo niños hacen lo que pueden para abrirse paso (…). Haciendo frente a las carencias e interrupciones del funcionamiento natural, adoptan alguna conducta que parece servirles para abrirse paso. Puede ser que actúen de forma agresiva, hostil, iracunda, hiperactiva. Tal vez se recojan en mundos de su propia hechura. Puede que hablen lo menos posible o nada. Quizá se pongan temerosos de todos o todo (…). Puede que se vuelvan amables en exceso.
A medida que un niño se convierte en adolescente, puede que estas conductas se exageren más o se transformen en otras nuevas tales como la seducción y la promiscuidad, o el abuso de alcohol y otras drogas. Bajo estos intentos de hacer frente, siempre hay necesidades insatisfechas (…)».
Para un menor inserto en un marco familiar tener autoridad es vivir bajo una estructura, un espacio delimitado de conductas permitidas y no permitidas, en el que se le dice sin decirlo que se espera algo de él; un contexto en el que es visto y que le nutre de normas de contexto de alguien que tiene relativamente organizada la información, que ordenan lo abstracto del tiempo y del día. Un espacio donde un adulto ejerce autoridad es un lugar más seguro. Y ese adulto también es alguien que carga con enfados por ser quien interrumpa lo-que-se-quiere-hacer a cambio de lo-que-se-necesita-hacer, y obliga a la fuerza a desarrollar la capacidad para sostenerlos, con compasión y firmeza. Un lugar con estructura se compone de zonas sólidas y otras más flexibles, donde se aprende de normas y leyes, que mutan con el paso del tiempo y que engloban desde principios irrenunciables a otras cuestiones más negociables. Lejos de ser una práctica autoritaria, es una necesidad afectiva básica, fuente de nutrición emocional y reductora de ansiedad.
Los tiempos cambian y las formas de autoridad con ellos, pero una familia es —y será— una institución de estructura jerárquica en la que los adultos son necesarios para guiar y dirigir, de manera sensatamente imperfecta, al resto de la familia. El trono nunca está vacío, y el precio de que no sea un adulto quien lo ocupe es que lo ocupará un sucesor ilegítimo y poco preparado, que hará lo que tenga en su mano para abrirse paso.